Tiene una voz dulce, muy aguda. Casi de cuento infantil.
Su indumentaria siempre es la misma. Una simple camiseta y
ahora, con el otoño, una rebeca. Siempre que me ve sonríe y se ríe. Cuando me
acerco, enseguida expresa un lamento seguido de esa sonrisa, como infantil.
Ignoro cómo se llama aunque parece que mi madre la conoce.
Por lo visto son viejas conocidas de la pequeña ciudad, debían ser
clienta-vendedora o a lo mejor amigas.
Me transmite una enorme ternura y a la vez tristeza. Siempre
está sola, en el hall de la residencia, entre la primera y tercera planta.
Sola, en su silla de ruedas, con sus lamentos y su eterna sonrisa, mientras las
chicas de planta atienden a los demás residentes. Sola con su sonrisa, como
desafiando el tiempo y los males que le achacan a su edad. Cuando me acerco y
le preguntó que tal está hoy me responde siempre igual: con un soplido, su voz
como de castrato y su sempiterna sonrisa.
Otras veces me la encuentro en el gimnasio, escribiendo
letras en un folio. Ensimismada en su tarea. Por un momento se le ve feliz.
Tiene una tarea y se afana en ello. Cuando paso me regala otra de sus sonrisas
y risas. La fisioterapeuta rápidamente se la lleva a la habitación y ella
vuelve a sonreír. Nunca se queja…sus lamentos son amables y tiernos.
Quisiera saber de ella y a la vez, cuando llego al
geriátrico, me escondo para no verla. Para que no se me forme un nudo en la
garganta, como siempre.
Me pregunto si tendrá o no familia. Si es que acaso llegó un
día del mar y decidió quedarse en el mundo de los vivos para ver pasar la vida.
Me pregunto cómo fue su vida, que es lo que le llevó aquí. Me pregunto por no
preguntar.