La tele se apagaba y, con los ojos sollozantes, Martín no
podía despegarse del caluroso sillón.
Era una sofocante noche de agosto, se podía freír un huevo
frito en la calle, a pesar de que las intempestivas horas en las que se encontraba
invitaban a salir a la deslucida vía de la gran ciudad más que a acurrucarse en
la cama.
Allí, en su guarida permanente, en esa postura antinatural,
a Martín le volvían los pensamientos que, de vez en cuando, le sumían en ese
estado de nostalgia que todas las almas solitarias poseen cuando el largo día
acaba y el cuerpo desea descansar:
“¿He disfrutado de algún festival famoso? No lo recuerdo…
No estuve en Woodstock, los años de desenfreno adolescente
no los viví en Ibiza ni tuve una juventud hippy, no recuerdo haber hecho
grandes locuras en mi vida, nunca tuve el honor de pasar una noche en la cárcel
como los ídolos del rock and roll…No he tenido hijos.”
El descontento y la apatía le solían acompañar en esas
venideras reflexiones nocturnas. La siempre permanente soledad. ¡Ay la soledad!
Martín era un currante más, el extraño caso de un dandi en
la clase media-baja, un tipo algo culto pero que no conseguía recordar la más
básica suma de decimales. Desde siempre había sentido que no pertenecía a
ninguna tribu. Bueno ni tribu ni oficio. Martín era un sin nombre. No sabía
dónde debía estar, a quién parecerse ni por donde tirar.
En definitiva, la vida le descolocaba. De ahí su soledad
permanente. Aunque como buen acuario le gustaba saber que en este mundo se
encontraba solo pero acompañado, la realidad era otro bien distinta.
Cada vez
el aislamiento era mayor. Como la misteriosa fuerza llamada materia oscura que,
acelerada, aleja cada vez más a unos planetas de otros en nuestro universo.
Sus locuras habían sido contadas pero algunas sonadas. Sus
desvaríos adolescentes -escasos- dos o tres veces le enfrentaron con su padre y sus variopintos sueños inalcanzables de vez en cuando se hicieron
realidad…o por lo menos se aproximaron a lo que buscaba. Pero no, su acontecer por la vida no se podía
calificar como el de un niño de papá rebelde.
No había participado en la movida -aunque ganas no le
faltaban-, no desvirgó a ninguna linda mocita de su terruño, no se atrevió a
contradecir o maldecir a ningún profesor carca, no promovió ninguna pertinente
manifestación educativa…de echo ni por los pasillos universitarios transitó.
La prudencia era su marca, el signo más identificativo de
casi toda su vida. La prudencia y el miedo. Sobre todo este último.
Por eso su vida había sido gris. El color que había
experimentado, muchas veces le había llenado de gozo…pero parece que no fue
suficiente.
El cuerpo le pedía prudencia y la cabeza... ¡Ay la cabeza! Siempre regida por don miedo.