Sintiendo que se va pasando la vida y que te has vuelto invisible para el mundo.
Comprobando que se puede vivir, aún joven, en una soledad permanente.
Sin contar para nadie, excepto para dos personas que son las que te
mantienen con vida.
Pasar de una cierta alegría a la desesperanza más absoluta.
Tener la sonrisa por bandera mientras necesitas una audiencia de tu interior.
¿Cómo se puede vivir sin amistad Pepe?, le preguntaba Ramón en el viejo café de la esquina. ¿Es más, se puede vivir sin socializarse, sin pasar un mínimo de tiempo al día con alguien que no conozcas sin acostumbrarse a la rutina de tu casa?
Pepe, absorto en la pequeña televisión altiva, seguía viendo pasar el tiempo. Para sus adentros seguí la misma idea de siempre, cien veces repetida a Ramón:
Dicen que somos la generación perdida. Y se quedan tan panchos.
Dicen que, aunque somos los más preparados de la historia, hemos tenido mala suerte.
Y se quedan tan panchos.
¿Como explicar a un ausente que te sientes muerto en vida?,
que vas dejando de existir mientras se consumen los mejores años de tu vida.
Pero ¿es que hay remedio?
Después de tantas desilusiones que tuvo Pepe,
después de tantas amargas derrotas,
despues de años de luchas, tensiones e ilusiones
que no sirvieron para nada, excepto para odiar cada vez más a la humanidad.
Después de aceptar consejos y pisar clases que nunca hubiera pisado si hubiera pensado por sí mismo.
Le convencieron de que la amistad era lo más preciado del mundo
y se rodeaba de personas políticamente correctas para el exterior, supuestos amigos que vivían en una red social permanente. Gentes de éxito inexplicable que podía capear una y mil crisis.
Le robaron el sueño de noche y de día, le metieron en vena el afán de superación sin saberle explicar para qué y por qué.
Le calmaron de pastillas anímicas, de abrazos fingidos y de besos robados.
Mientas tanto Pepe sigue echando la culpa de su estado a la crisis, y a los políticos.
De su discapacidad no habla, o por eso no dice una palabra seguida. Ya bastante quemado está.
Es un estado pasajero, una depresión -le cuenta Ramón en voz baja a su otro hermano- Ya se le pasará.
Mientras Pepe ha vuelto a la misma rutina de todos los días: comprar el pan, enviar el currículum a esa oferta de empleo donde ya habían apuntados 325 mejores que él, volver a pelearse con el dichoso ordenador, suspirar y quedarse dormido a la hora de la siesta.
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